Café Golondrinas

Al borde mismo de la frontera con Colombia en la provincia del Carchi, unos campesinos cultivan café orgánico en una zona del cantón Tulcán, del que toman el nombre para su marca. Recibieron apoyo inicial de la cooperación belga y del gobierno provincial, seguramente como intento de ayudarles a sostenerse con cultivos lícitos cuando en la loma del frente se distinguen a simple vista los de coca en la jurisdicción colombiana de Tumaco, el municipio que ahora se conoce como el de mayor narcocultivos del mundo.

Estos campesinos constituyen las fronteras vivas de las que hablan los que nunca han estado ahí. Y son los que tienen condiciones comparativamente mejores de todo el cordón fronterizo, abandonado no sólo en los últimos 40 años, sino en los cerca de 200 que tenemos como República. El área es parte de la misma región del Chocó andino a la que pertenece todo el valle de Íntag, un poco más al sur, en la provincia de Imbabura. Igual que allí, también aquí hay yacimientos mineros. Si Íntag ha peleado con uñas y dientes para resistir a la minería a gran escala por unas 3 décadas, y ha logrado al menos posicionar su café en Quito, estos campesinos carchenses estaban demasiado aislados como para hacer peso y tienen desde el 2018 en su territorio a los canadienses, los gigantes de la minería transnacional.

Por delante y por detrás, entre lo que asumimos que combate el Estado y lo que alienta, descuartizados entre la coca y la minería, estos hombres y mujeres son los héroes anónimos que ni siquiera saben que los son, no sólo porque nadie más en el Ecuador los reconoce, sino porque como todos los demás, lo único que están buscando es tener de qué vivir.

Igual que a toda la economía campesina, a ellos les resulta cuesta arriba la comercialización. Se lo vende en Tulcán (al lado del Sindicato de Choferes), pero eso le da lo mismo a la masiva caravana de ecuatorianos que pasa a Ipiales cada feriado. No tienen propiamente un sitio de comercialización en Quito, tanto porque han sostenido la dignidad de no aceptar las condiciones de los supermercados, como por lo que decía un conocedor del café: “Estamos perfectamente conscientes de las bondades del café carchense, pero el paladar quiteño está hecho al café lojano”.

Son unos indígenas seguramente de ascendencia Otavalo los que lo traen a un hostal que regentan en la capital (Kingdom Chasky, Mariscal Foch E4-132 y Luis Cordero, telf. 2543-183) para venderlo a sus huéspedes. Allí se lo puede comprar. Si a ustedes eso les parece demasiado complicado, lejos, engorroso, difícil, fuera de su ruta y rutina, o cualquier otro impedimento, consideren lo que esto mismo les significa a estos productores.

Al menos ellos tienen qué ofrecer y sobreviven gracias a que se han abierto mercado parece que en Polonia (¡!). Al norte de las provincias de Esmeraldas o Sucumbíos no hay ni siquiera Estado. Si es que acaso, los operativos de seguridad podrán retomar ese territorio, pero qué médico, enfermera, maestra o cura va a querer ir a vivir en San Lorenzo para sembrar esas fronteras vivas de las recetas. Es a esta sociedad que mira permanentemente hacia el otro lado a la que esta situación grita.

Si nos damos cuenta de que existen estos campesinos (u otros similares) y de que están poniendo el cuerpo para lo que nadie más está dispuesto, entonces estamos prácticamente adquiriendo la obligación de comprarles lo que lícitamente vendan. Si vendieran piedras también sería de nuestra incumbencia.