Mariana Landázuri Camacho
Me acordé de la foto con mi hermano Pedro en Cununyacu, a donde íbamos con frecuencia de niños, al salir de una minga en ese mismo río, en abril de 2024. La diferencia con la infancia es que ahora no solo no hay cómo entrar al río a jugar, sino que nos advierten de usar guantes gruesos para ir recogiendo toda la basura que acarrea la corriente a diario, parte de la cual queda atrapada en sus orillas. Ni hablar de la contaminación de sus aguas.
Quién sabe si ya entonces Pedro vislumbraba su futura carrera de ingeniero civil, especializado en hidráulica, como nuestro papá. O que iba a llegar a trabajar en la central hidroeléctrica de Paute, la más ambiciosa que el país aspiraba entonces a coronar. Recuerdo levemente que él hablaba del grito de júbilo de los ingenieros cuando lograron conectar el túnel que horadaba la roca de un lado al otro.
No creo que él podría creerme si le dijera que ahora debo ir guardando este texto en la computadora constantemente, mientras miro angustiada el reloj porque el nuevo corte de luz es inminente. O que recurro a papel y lápiz cuando ya no tengo electricidad, para que no se me vayan las ideas que apenas van surgiendo, porque el plazo de entrega de este texto también es inminente.
Tampoco ustedes hubiesen creído a sus 18 años que esta iba a ser la realidad a la que llegaríamos: un país atravesado de ríos enfermos, y sin energía eléctrica.
Y si ya la tuviéramos para cuando estas líneas se publiquen, ¿a costa de qué es? Tal vez sea a costa de no preguntarnos nada, porque nos repele vernos a nosotros mismos. Me meto con temas tan álgidos porque no hay espacios para discutirlos o porque de tan inconvenientes se quedan encerrados entre activistas. Y también porque pensar en mi hermano me lleva a recordar cuánto le importaban a él mismo.
Sus colmenas de abeja que nos iniciaron en la apicultura, las vainas de árboles que él recolectaba para usarlas de instrumentos musicales o de espadas, las interminables germinaciones de semillas en todo envase que caía en sus manos y que poblaban su entorno, incluida su oficina en INECEL. Para desesperación de mi mamá y deleite de sus amados sobrinos, todo era un juego inverosímil y continuo, que dejaba un desorden imposible de terminar de arreglar nunca.
Estos y otros recuerdos que les evoque su egreso del colegio, también nos sirven a todos para ver lo que queríamos ser y lo que somos hoy. Doloroso como puede resultar el contraste, es el requisito ineludible para lo que podría significar la madurez. En una sociedad ese proceso sucede solo colectivamente, tal como lo muestra todo nuestro pasado andino. A esa minga mundial estamos convocados todos, sin exclusión.